por Vale Levin

   La vida muchas veces pasa por alegrías y otras tantas por tristezas. En los procesos educativos sentimos muchas veces como docentes que debemos hacer que la trayectoria escolar de nuestros estudiantes sea la más satisfactoria posible. A veces creemos que si los estudiantes “la pasan bien”, la clase es exitosa. A veces pensamos que el éxito se mide en función de cuántos estudiantes lloraron si la actividad tenía que ver con un acontecimiento emotivo. Pocas veces nos cuestionamos si ese llanto es sólo trauma y quizás no conlleva ningún aprendizaje. A veces el acontecimiento triste y trágico en cuestión se encuentra alejado en tiempo y espacio y los posibles análisis al respecto se hacen dificultosos porque hay que encontrar puntos de llegada. A veces si bien alejados, estos hechos conllevan años de estudios y análisis con lo cual los recursos para trabajarlos están al alcance de la mano. Julio es en mi país, un mes que comparte la alegría del receso de invierno el cual nos trae dos semanas de descanso; pero al mismo tiempo la tristeza de recordar año tras año el atentado al edificio de la AMIA, donde murieron 85 personas, existieron más de 300 heridos y unas secuelas psicológicas en la sociedad que no cesa porque el reclamo de justicia debe ser repetido año tras año. ¿Cómo podemos hablar de nuestro sistema en clase, enseñándoles a los estudiantes a ser mejores personas y ciudadanos si la respuesta misma no está en la sociedad que los adultos rigen? ¿Cómo podemos escuchar los interrogantes de niños y adolescentes si no tenemos las respuestas claras ni en nuestras cabezas ni en el Poder Judicial? Estas fechas nos presentan desafíos no resueltos pero que no nos permiten bajar los brazos. Ante la tristeza de los acontecimientos injustos, fuera de los parámetros de la normalidad, ejecutados por mentes que no podemos entender, la educación se presenta como una herramienta inclaudicable. 

   Como docentes estamos acostumbrados a manejar situaciones conflictivas que hacen a la cotidianeidad de la vida escolar: peleas en los recreos, malas palabras dirigidas al grupo de pares, comparaciones hirientes/bullying, entre otros problemas. Solemos tener capacitaciones e intentar nutrirnos de conocimiento para poder lidiar con estas dificultades. Pero siempre sabemos que el conflicto se suscita en este contexto entonces nuestro nivel de injerencia para resolverlo, está en las herramientas y los sujetos con los que interactuamos en ese preciso momento o en un futuro cercano. Muchas veces los estudiantes nos plantean en un nivel de confianza profunda y preocupación que se advierte, cómo les afectan situaciones conflictivas o delicadas que viven en sus casas. En esos casos tratamos de brindar contención y proporcionar las estrategias a nuestro alcance para que estos niños y adolescentes sepan que el problema entre los adultos deben solucionarlo esos adultos. La única medida que les queda a estos niños o adolescentes por tomar es hablar y encontrar refugio para su angustia en tanto la escuela como los diversos ámbitos en los que puedan encontrar un espacio sano, de dispersión y enriquecimiento personal. Ahora bien, cuando hablamos de tragedias que sucedieron en el país y que afectaron a la sociedad toda, siendo la comunidad judía el blanco de ataque directo, pero la sociedad toda víctima de tal acontecimiento atroz, ¿cómo hacemos hacemos para afrontar el tema en clase y sacar del mismo un aprendizaje cuando no todas las preguntas tienen aún respuestas y la herida sigue fresca y abierta? Cuando a veces pensamos que nuestros estudiantes sólo miran dibujitos animados y juegan a la Play, nos sorprendemos al escuchar un comentario sobre una tragedia internacional que pudieron haber visto en las noticias. Nos llama la atención cuando mencionan algo de un ataque terrorista vivido en un sinagoga en otro país. O nos sorprendemos de escucharlos tener una opinión repetida de un adulto o formada propia frente a una situación o un suceso de consecuencias irremediables. Cuando estos acontecimientos producen un gran dolor y sufrimiento, el asunto interviene no sólo en las víctimas directas sino también en quienes son testigos generacionales de la fatalidad. Y como desenlace, se busca dejar en las generaciones siguientes el legado que acarrea el reclamo de justicia, la mecha encendida por buscar respuestas a preguntas que nosotros mismos no planteamos pero que nos obligan a hacer. 

   En mi país no tenemos respuestas concretas al atentado a la Embajada de Israel. No tenemos en prisión a todos los responsables por la tragedia de la AMIA, no podemos confiar en todos los dirigentes comunitarios porque muchos de ellos están involucrados en una causa por Encubrimiento que no hizo más que esconder a los responsables. Cuando la justicia parece estar ciega y los familiares no pueden confiar en sus propios representantes comunitarios, es cuando más debemos incentivar a nuestros educandos a involucrarse en estos reclamos. La clave de todo proceso educativo es generar seres activos, responsables por su aprendizaje y autónomos en la toma de decisiones. No podemos entregarles el legado de cargar con una mochila que ellos mismos no eligieron. Pero sí podemos enseñarles a luchar discursivamente en contra de las injusticias. Manifestarse contra una situación que acarrea la contrariedad de un principio moral como lo es el derecho a la verdad, es un acto heroico. Cuando el ejercicio y la aplicación de dicho derecho no está garantizado por la ejecución de las leyes, no nos queda otra opción que reclamar. Cuando hay sujetos que cometieron crímenes y no están afrontando las consecuencias, no estamos inculcándoles a nuestros jóvenes los valores que debemos transmitir como adultos. Cuando no les enseñamos que frente a una situación injusta, se reclama y se exige justicia, estamos siendo cómplices del delito. Cuando abordamos el acontecimiento con respecto, con la verdad, afrontando los dilemas que conlleva, no encubriendo a los responsables, estamos siendo fieles a los valores que nos unen como pueblo y honraremos así la memoria de las víctimas.